María José Albornoz, realizadora audiovisual y editorial, escritora y lo más importante, mi hermana, nos comparte una crónica que resume de lo que significa visitar y habitar en este pequeño pedazo de tierra que existe posado en los mares del sur del planeta.
“Ascendemos y el archipiélago de Tierra del Fuego se extiende a través de la ventanilla de la avioneta. En una sucesiva revelación de islas montañosas -entramadas por la erosión del viento y la nieve- sobrevuelo la geografía del fin del mundo.
Aíslo los demás aspectos de la realidad –el ruido del motor, el peso contiguo de un cuerpo dormido-, y percibo ese paisaje cenital como absoluto: superficies rocosas que descascaran la capa blanca de las cimas. La drástica interrupción de esa nieve en la falda deslavada de las montañas, a pocos metros del mar. Una línea blanca, espumosa, que dibuja el contorno de cada isla cuando la impactan las corrientes. El mar conteniéndolo todo, reflejando la profundidad de un azul interminable.
Así me aproximo por primera vez a la isla: por sobre el límite entre la tierra y el mar, en el borde norte continuo al Canal Beagle. Más allá, en tierra, una capa de nieve cubre de blanco bosques, montañas, lagunas y caminos.
Luego de un viaje de una hora, que no se ha percibido como tal, la avioneta aterriza en el Aeródromo Guardiamarina Zañartu: una pista en la planicie de un acantilado, al costado del Canal Beagle, en Isla Navarino.
Mis pies descansan en la tierra.
A partir de este momento reconozco la esencia de su naturaleza extrema: el mar, el viento, otra vez el mar. Al norte limita con el Canal Beagle, al oeste con el canal Murray, con los pasos Picton y Goree al este y la bahía Nassau al sur.
Isla Navarino forma parte de la región de Magallanes y la Antártica Chilena, y del archipiélago de Tierra del Fuego. Es uno de los últimos territorios insulares que se desprenden del continente y donde habita el poblado más austral del mundo: Puerto Toro.
La siguiente aproximación -la definitiva- es a través del andar.
La isla tiene un legado arqueológico y cultural basado en el traslado, en el caminar de sus habitantes originarios. Al igual que otras islas que forman parte del archipiélago, Isla Navarino fue un territorio ancestral habitado por el pueblo yagán, el grupo étnico más austral del mundo. Hoy, principalmente sus costas, cuentan con sitios de importante valor arqueológico, que registran actividad humana hasta hace 6.160 años atrás. Al recorrer a pie el borde norte de la isla se pueden ver formaciones circulares en la tierra de hasta dos metros de profundidad, generadas por la acumulación progresiva de desechos marinos y pequeños artefactos que el pueblo nómade canoero iba dejando tras su establecimiento temporal. “Conchales”, es el nombre con el que se denomina a dichas formaciones, en las que todavía se pueden encontrar pequeños objetos como puntas de lanza o pedazos de arpones tallados en piedra o hueso, entre la tierra. Al recorrer la isla a pie es inevitable recuperar consciencia de ese legado. El del andar.
HABITAR
Los siete poblados de la isla –Puerto Williams, Villa Ukika, Puerto Navarino, Caleta Eugenia, Bahía Douglas, Puerto Toro y Caleta Mejillones- suman alrededor de 2300 habitantes. En Puerto Williams, ciudad joven fundada hace 63 años, viven 2000.
En parte, la ciudad está constituida por viajeros que decidieron permanecer, que pisaron la isla por primera vez durante un viaje de paso que se volvió permanente.
Trasladar la vida a un lugar así se sostiene en las implicancias de habitar ese extremo. Qué ocurre cuando todos los días gana la presencia de la naturaleza y el clima, ante la presencia del individuo.
Dos de esos viajeros son Fingus y Jorge. Fingus, -que por supuesto no se llama así, pero me rehúso a llamarla formalmente, incluso aquí- es mi hermana. Los tres estamos en torno a una mesa dentro de un bus, esperando que hierva el agua y se entibie el pan, sobre una pequeña salamandra. Es -todavía y apenas- de mañana, y a través de las ventanas del bus que dan al norte, alcanzamos a ver la Bahía Róbalo en toda su extensión.
Jorge busca un libro sobre aves de Chile para que podamos identificar las que vemos despegar desde la orilla. Avanza por el pasillo y el piso se balancea, recordándonos que estamos sobre cuatro ruedas.
Buspackers es un bus de los años 70 que hoy está completamente acondicionado para ser habitado. El bus conserva parte de sus elementos originales, como sus asientos de cuero café, luces de lectura y pasillo, controles mecánicos que permiten manejarlo y trasladarlo. Es un hábitat nómade. Se recorre por su eje central y a los costados se reparten las secciones y artefactos: una salamandra, una cocina, cuatro camas en modo camarote, baño y ducha. Hoy –y ya hace algunos meses- el bus está estacionado a orillas de la Bahía Róbalo a aproximadamente 2,5 kilómetros al oeste de Puerto Williams.
Jorge es español, llegó a la isla a trabajar temporalmente en la Municipalidad de Cabo de Hornos asesorando proyectos de sustentabilidad. En medio de eso compró un bus antiguo que solía trasladar a trabajadores de una fábrica de la isla y poco a poco lo transformó en el hogar que es hoy. Viajeros han llegado aquí luego de días de trekking guiados por él o de excursiones en kayak por las bahías de la costa norte de la isla.
Fingus, por su parte, es divertida, disciplinar y el franco orgullo de la fami. Un día le pareció oportuno venir a la isla a trabajar como chef por una temporada -de tres meses- y luego regresar a la capital. Cuando lo hizo, en cuanto salió del aeropuerto y recorrió el trayecto a casa, la nostalgia por los colores, el aire, la inmensidad, el frío y el viento, la arrastraron a una pena inamovible. Los colores ya no estaban.
Para la temporada siguiente volvía definitivamente para quedarse. Y por eso estamos aquí, viendo despegar Caiquenes al borde del Canal Beagle, desde un bus/casa en el que pasamos la noche bebiendo licor de calafate, amén.
LA OTRA ESCALA
La isla forma parte de la Reserva de la Biósfera del Cabo de Hornos, y es considerada una de las zonas más prístinas y de menos impacto humano del planeta.
A primera vista, los distintos ecosistemas de la isla se perciben a gran escala. Es un encuentro visual a través de la imponente geografía montañosa y su vegetación. Pero existe un mundo microscópico, originario, de bosques en miniatura formados por diversas especies de líquenes y musgos que brotan de la tierra, troncos y rocas. El Parque Etnobotánico Omora, ubicado en las cercanías de Puerto Williams, es un espacio para el estudio y la conservación de la diversidad de estos ecosistemas. Lupa en mano, permanezco varios minutos de rodillas, con el ojo aferrado al grueso vidrio y la mirada fija en una pequeña franja esponjosa, que parece no tener fin. Ya de pie, veo que las ramas de los árboles están pobladas de pequeñas matas de un hilo colgante verde pálido. Es conocida como Barba de Viejo, un liquen que crece en la corteza, sensible a la pureza de aire y el mejor cicatrizante natural de vigente medicina yagán. Es un bosque en el que se percibe una carga de humedad. Se respira un aire fresco y acuoso. Aquí es cuando una, por efecto de varias subjetividades físicas pero sobre todo emocionales, se pregunta si efectivamente podría vivir del aire, nada más del aire. Tomo aquello como una señal de que debo regresar.
ANDAR
En Puerto Williams, la capital de las comunas de Cabo de Hornos y la Antártica Chilena, se erige el cerro Bandera, uno de los recorridos más comunes para ascender a pie todo el año, a pesar de la nieve. Emprendo el recorrido –siempre ascendente- a través de un bosque envolvente de Lengas, Ñirres, Coigües y otras especies del bosque magallánico. Estoy completamente sola y lo estaré durante todo el trayecto.
Percibo cada paso -el crujir de la nieve que se hunde por el peso de mi cuerpo– en detalle y con una nitidez nueva. La constancia del viento no solo modifica la complexión de los árboles, sino que define la dirección que toma la nieve durante las tormentas, acumulándola solo a un lado de los troncos. Lo demás es corteza oscura, húmeda. El cielo está despejado y aun así la veo caer. El viento agita las ramas y empuja la nieve amontonada dispersándola como en una habitual nevazón.
Ya en medio del ascenso un gris pálido encierra el cielo y unifica la luz dando paso a una tormenta. La nieve se reamontona en troncos caídos y ramas. Mi cuerpo se acostumbra a una temperatura que se desentiende del frío y parece adaptarse a las condiciones de la tormenta. A medida que avanzo, juego a desafiar esa tolerancia hundiendo los dedos, las manos, el brazo en la nieve. Me asaltan nuevas subjetividades mucho más interesantes que considerar el regreso. La tormenta avanza. Avanzamos juntas.
A mitad de camino, el sendero se acerca al borde de la ladera abriendo la vista hacia el norte de la isla. Estoy de cara a Tierra del Fuego, al canal, al bosque por el que ascendí -denso, caduco, de ramas oscuras, cargadas de cúmulos blancos-. Desde aquí es posible entender, desde otra altura, la geografía de la isla. Desde aquí, el cielo reaparece y deja pasar la luz del sol, la nieve refleja un blanco intenso y, apresurada, se derrite. Lo humedece todo. El descenso es así, la humedad a chorros escurriendo por los troncos, la tierra oscura reapareciendo bajo mis pies.
Mi cuerpo se aligera, avanza rápido, como si el cansancio del ascenso nunca hubiese llegado. Avanzar a pie es aceptar la incertidumbre del clima y sus efectos. Quisiera adherirme, quedarme ahí. A cada paso me desprendo de cualquier noción de lo individual, que pierde sentido, ya no me entiendo -ya no nos entiendo- separados de toda esta inmensidad.
Frédéric Gros, escribió esto: “La libertad cuando se camina es la de no ser nadie, porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial. Así, somos un animal de dos patas que avanza, una simple fuerza pura entre grandes árboles, apenas un grito. Y, a menudo, caminando uno grita para expresar su presencia animal recobrada”.
Y aquí estamos, otra vez, con los pies en la tierra. Consciente de los esencial. Más en la tierra que nunca.
PARTIR
La isla irrumpe constantemente con lo acostumbrado por el viajero y por el habitante. Lo hace desde la percepción a la respiración. Cada paso está presente.
Mi hermana y yo caminamos rumbo a una cabañita que construye en Los Bronces, junto al río, a 6 kilómetros de Puerto Williams. No son tantas las ocasiones que encontramos, en este viaje, de caminar juntas. En silencio, cada una sigue la marca de un surco de neumático marcado en la nieve para hundirnos menos. Sé que esta caminata se quedará conmigo y que cuando estemos otra vez lejos pensaré en ella. No es solo que estemos juntas después de varios meses sin vernos, es la necesidad -que compartimos, que entendemos la una de la otra- de estar en la naturaleza. Por un anhelo de avanzar, de desplazarnos que no cambiaríamos por nada.
Hoy avanzamos juntas.
Interrumpo el silencio solo para preguntarle si alguna vez estos caminos se vuelven cotidianos. La respuesta es un definitivo no. Todavía es asombroso y aunque la vida sigue pasándole, siempre parece una primera vez.
Isla Navarino es un lugar difícil de asumir como habitual. Pasa el tiempo y asombra. Se recorre, a pie, todos los días, ida y vuelta, y asombra.
Es de madrugada. En unas horas tomaré el vuelo a Punta Arenas y mis pies se desprenderán de esta tierra. Por ahora, camino hacia las afueras de Puerto Williams a esperar el amanecer. La luz –naranja, rosácea-, alcanzará por apenas unos minutos las cimas de los Dientes de Navarino, el hito de la geografía montañosa de la isla. Esa breve presencia de luz sobre las cimas dentadas de la montaña será drásticamente interrumpida por la sombra de otra cumbre y la nieve recobrará su color habitual.”
Si quieres leer y ver más del trabajo de María José, te invito a visitar su página https://www.porsiaca.work, y que le entregues un poco de música a tus ojos.